El frío etéreo danzaba incesantemente sobre mi piel, me
recorría cada centímetro sin perdón y sin juicio alguno.
Las sábanas se sentían distantes, opacas, con ese sabor a
metal, a indiferencia, a sequedad, y en compañía de su amiga, la cama, me
enredaban en sus garras y me abordaban a continuar en el viaje al borde del
precipicio.
Mi mirada se enfoca a la ventana, y ella me mira a mí,
con ternura e ingenuidad, al saber que ha llegado el momento de partir, a donde
el camino sinuoso marca día con día.
La noche aún está puesta en escena y yo la analizo,
mientras sigo recostada, observando al infinito, y él, mirándome a mí, cuando
súbitamente, mis sentidos se agudizan: mis pupilas se dilatan, el sabor a óxido
en mi paladar es más constante, mis venas saltan sobre mi piel y mis oídos
sienten el suave susurro del aire entrar por debajo de mi puerta.
Un diminuto e insignificante silencio es asesinado
brutalmente por la alarma que se ha apoderado de mi mente, es como un taladro
en la sien, un zumbido que aqueja a los condenados en el infierno, es por ello,
que mi única opción de supervivencia es la siguiente: En primera instancia,
eliminar todo vínculo sentimental con las sábanas y la suave cama
aterciopelada, para posteriormente, despabilarme y correr al baño.
El piso me da la mas cordial bienvenida con un ingrato
frío y yo lo reto a muerte, pisoteándolo con mis inseparables sandalias y me
dispongo a realizar una carrera de obstáculos hacia el sanitario.
Ya instalada en el sanitario, me detengo un breve momento
a pensar fuera de mí y repentinamente, las finas y tibias gotas de agua dulce
caen sobre mi cabello, y me sacan del precipio del cual aún estaba instalada,
por fin, he salido del coma post-sueño.
Han pasado alrededor de 20 minutos y las tibias gotas de
agua dejaron de caer, por lo cual, me decido por regresar a situarme en mi
habitación y vestirme frente al espejo, el cual me observa y me analiza
detenidamente.
Son cerca de las 5:30 am y el sol me esta haciendo una
mala jugada, espero con ansias el momento en que le arrebate el protagonismo a
la noche, es por ello, que abro la puerta principal de mi aposento, y me
percato que el sol se mofa de mi persona y no tengo mayor remedio que, ser
desdichada y seguir mi sombra y mis huellas, mientras una luz en un gran poste
me mira maternalmente y me acompaña en mi camino un par de metros.
Mi sentido olfativo detecta una peste digna de la Edad
Media, que proviene por debajo de mis pies, una alcantarilla que me da los
buenos días y estrecha su mano con mi nariz, yo por supuesto, avanzo lo más
rápido posible por la avenida, la cual, es ya una estampida de gasolina,
dióxido de carbono y estrés; así que doy vueltas y no miro paz por ningún
rincón, así que sigo con mi camino hacia la parada del autobús.
Son cerca de las 6 am y una delgada línea de calor
comienza a apoderarse de mí, el sol ha tomado ventaja sobre la noche y hace su
arribo detrás de las montañas, y después de todo, me siento reconfortada.
Ya en la parada habitual, el polvo se levanta y da una
cátedra de baile, mientras yo lo observo con cariño, y mi sombra se refleja
cada vez más sobre la tierra, cuando a mi izquierda, escucho el vibrar y el
rugir del motor del autobús que me llevará a mi destino: Tren Suburbano.
Mis pies suben un par de escaleras y lo primero que
percibo es la mirada inquisitiva y erótica del chofer, que sin prejuicio
recorre mi anatomía tal recorre las avenidas, y yo, avanzo pronto y me refugio
en el asiento más distante de tal ser patético.
Ya sentada, el autobús recorre la avenida como si fuera
un autódromo, a casi 100 km/h y es ahí, cuando mi estómago se hace notar, las
nauseas y el mareo se hace presentes, por un momento pienso que debe ser algo
que comí, sin embargo, recuerdo que mi estómago se encuentra vacío y lo
atribuyo al terrible manejo del chofer libidinoso.
Son cerca de las 6:30 am y he llegado a la estación de
Tren Suburbano, y aquí es donde pongo a prueba mi resistencia física: subir y
bajar a ritmo rápido cerca de 50 escalones para alcanzar el tren antes de su
partida hacia la estación Buenavista.
Después de mi ejercicio matutino, he alcanzado al Tren
Suburbano, el cual, extrañamente está vacío y me propongo a descansar mi
química por unos cuantos minutos y recargar mi cabeza sobre la vibrante ventana
que muestra el paisaje de la metrópolis comenzando un nuevo día.
En punto de las 7 am he llegado a la estación Buenavista,
y es ahí, donde las reservas de mi paciencia comienzan a agotarse, ya que
cientos de personas me esperan para tener una lucha cuerpo a cuerpo digna de
ser lucha grecorromana por buscar un lugar privilegiado en el próximo autobús
que me lleve a Balderas.
Después de tener una intensa lucha por un lugar exclusivo
en el autobús con dirección a Buenavista, una mujer regordeta, cerca de los 100
kilos, que vestía playera de “Manzanillo” y pants “Ardidas”, cabello sucio y
con cierto olor a garnacha de 2 días previos, me observa de arriba hacia abajo
con desdén y me dice: -“Hueles bien rico mamasita”-, es ahí donde un miedo
atroz entra directo en mis sentidos y decido por levantarme abruptamente, y me
percato que el autobús está llegando a mi destino.
Con cierta tranquilidad bajo del autobús y camino a paso
apresurado a la terminal de camiones “Ecobus” con dirección a mi Alma Mater, ubicada casi en las afueras
de la Ciudad de México.
Son cerca de las 7:30 am, y cierro por un momento mis
ojos, tratando de encontrar paz en este carnaval de estrés y dióxido de
carbono, así que elevo mi mirada al cielo, y la naturaleza me regala un hermoso
calor de otoño, un aire envidiable y un rico olor a vegetación.
He abordado el “Ecobus” con dirección a mi ya antes
mencionada Alma Mater y me dispongo a
observar el paisaje capitalino: el tráfico matutino.
Suspiro, cierro los ojos, elevo la mirada, trato de
enfocar mi pensamiento para evitar mirar por la ventana y percibir con mis 5
sentidos el espectáculo de cada mañana: Un choque sobre avenida Constituyentes,
el pan de cada mañana.
Miro la hora y son 5 minutos para las 8 am, y ya no
tolero más, mi desesperación y frustración me han dominado, siento palpitar la
sangre que corre por mi sien y una mirada de furia me invade, es cuando ya al
borde del frenesí me doy cuenta que estoy en la parada de mi Alma Mater.
Todos mis impulsos se van de improviso y me dispongo a
seguir con mi ejercicio matutino, son ya las 8 am y realizo mi carrera de
obstáculos hacia la UAM Cuajimalpa.
Subo intempestivamente las escaleras, atropello mis
valores y mi buena conducta, y veo cerca mi destino, el salón A-101.
La perilla de la puerta está ya en mis manos, le doy
vuelta con gran felicidad y me llevo una gran sorpresa: Había un anuncio pegado
en el pizarrón, me miraba y se burlaba de mí, no podía conceptualizar y pensaba
que era una broma, una jugarreta baja, sin embargo, suspiré cerca de 10
segundos y la miré durante varios minutos y no quedó de otra que asimilar lo
que decía: Muchachos, hoy no hay clase! Una disculpa.